jueves, 12 de mayo de 2016

Antes de que sucediera

Antes de que sucediera, todo comenzó con un “¡Le apreté la mano a mi conductora!”. Se hacía rogar el famoso 13 de abril, el día “D” en que no sabríamos a ciencia cierta lo que sucedería, pero sí estábamos seguros de lo que debíamos hacer. Finalmente, el abismo estaba frente a nuestras narices. Había que dar el paso, aunque la consecuencia del avance encerrara más dudas que certezas, aunque desconociéramos absolutamente si nos iban a desgarrar el llanto y la desazón, o la alegría; aunque no tuviéramos ni idea de en cuántos pedazos volveríamos a la vida diaria, o si por el contrario la retomaríamos con bastante más entereza. Pero allí estábamos, sobre el 13 de abril, sin haber podido pegar un ojo ni el 12 a la noche, ni por la madrugada.
A las cuatro sonó el despertador del celular, un aviso que nos cacheteaba demasiado temprano como para pretender coherencia en nuestros actos siguientes: mi compañera y yo nos levantamos de golpe, con la certeza de que debíamos cumplir con algún deber, aunque de disipada claridad. Dos zombis que se chocaban entre sí intentando, cada uno, lavarse los dientes, vestirse, calzarse y comer algún pan con manteca hecho a las apuradas, para no salir sin nada en la panza, vió.
Un poco más avispados, bajamos los tres pisos por escalera, atravesamos la puerta de salida y nos encontramos con una intensa llovizna, que nos arrancó una puteada por lo bajo. Un taxi nos condujo a la esquina de la avenida Corrientes y Estado de Israel, al encuentro con otros 50 trasnochados, compañeros de nuestra Unidad Básica, que pugnaban por un lugar debajo de un techo para mojarse lo menos posible antes de iniciar la peregrinación. Las cinco en punto. A la llovizna cada vez más lluvia la enfrentábamos a puro mate calentito y abrazos y cómo estás y cómo va todo.
“Qué día nos espera, ¿no?”, dijo el capo de anteojitos, y enseguida cayó un automóvil cargado con cañas largas y banderas que la tenían a ella, a esa mujer, como protagonista indiscutida.
A las seis, los cincuenta se multiplicaron por tres, y con ellos, los cánticos para empezar a sacudirse la modorra y el agua, pero fundamentalmente para clavar, poco a poco, una posta en un lugar bien preciso de la historia.
Las seis de la matina era una hora bastante irrisoria como para pretender volver; no obstante, una mezcla de rabia contenida y alegría hizo que el “ooooh, vamos a volveeer…” resonara compacto, fuerte como un paredón. Un paredón que, entre otras cosas, supo frenar con hidalguía algunos huevazos y baldazos con agua de un vecino escondido entre la maraña de balcones, irritado con el quilombo mañanero o quizás con nuestras sinceridades.
Arrancó la marcha. Más de ciento cincuenta hombres y mujeres tomaron los dos carriles de la derecha de la avenida Corrientes; todos y todas encendidos, decididos a caminar para allá, no importaba la lluvia, ni si el agua comenzaba a carcomer los cueros y las lonas de las patas, y a relamer las medias. El horizonte era volver a escucharla; escucharla para volver.
“Hay un gorila suelto en la Rosada / Piensa que este pueblo no va hacer nada / Nosotros militamos con el alma y el corazón / Che gorila esa casa es de Perón…”
Había de todo ventanillas afuera de la procesión, aunque mayoría de simpatizantes: tipos que salían para el laburo y saludaban haciendo la “V”; desde taxis hasta naves último modelo que estornudaban bocinazos; una mujer con su niño, seguro que camino al maternal, entre sonriente y nostálgica y emocionada; otra mujer, “vayanalaburarmangadevagos”, a quien la columna de esperanzados se le metió en el camino entre la vereda y el bondi.
“¡Pozo!”, gritaba uno delante de la fila, y enseguida los siguientes a él esquivaban el charcazo con agua al grito de “¡Pozo!”, y así hasta el último. “Che, te llevo la bandera un toque, mirá que la idea es rotar”, se acercó diciendo otro. Si hay algo que desarma y sangra en este inframundo es la solidaridad bien entendida, la que tiene en cuenta al otro quien, como nos ha machacado ella, es la Patria.
Los que portaban termo y mate eran los dueños de la pelota, las fogatas, los paraguas: pícaros, los que carecían de esas armas caminaban rapidito y se acercaban a la patrulla de custodios del mate. Y sí, se colaban en la ronda.
Estaba clareando; por momentos la lluvia amainaba, pero no, las nubes embuchaban agua y al rato la escupían con ímpetu.
“Abran paso, llegó la JP / Del Pingüino, de Chávez, de Fidel / Te llevamos Eva en el corazón / Acá estamos los soldados de Perón…”
El ingreso a las puertas del Obelisco fue apoteósico. A esta banda intensa daban la bienvenida las grandes luminarias, las amarillentas luces callejeras todavía encendidas y, por contraste, los nubarrones de más arriba, en una mescolanza que teñía de naranjas y grises a las banderas.
La cofradía camporista caballitense recorrió Corrientes hasta Leandro N. Alem, e inició su derrotero final hasta el lugar señalado para hacerle el aguante. A ella.
Volvió el aguacero. A un costado, una larga cadena de referentes de nuestra unidad básica –sujetados de las manos– hacía las veces de límite para evitar que la masa invadiera los carriles centrales de la calle. Una especie de acordeón humano, que por la marcha y las frenadas estiraba el fuelle –los brazos de sus integrantes– para luego volverlo a su lugar, y al siguiente tramo volverlo a estirar, y así sucesivamente.
Uno de los eslabones, el capo de anteojos, no daba más. Me ofrecí a sumarme, de modo que la cadena cediera un poco, y él dejara de sufrir tantito así. “No, mejor tomá mi lugar”, me dijo.
Ingresé a la cadena de manos, y me transformé en un eslabón más. Como este bandoneón es la militancia compañera: cada tanto, los lazos se tensan, luego se aflojan, luego se vuelven a tensar, pero todos saben que ese juego tiene por única finalidad enaltecer la solidaridad, llevarla a la máxima expresión posible mientras estemos vivos. Para todos y todas, como le gusta decir a ella.
Empapada, la banda pasó por delante del Sheraton y arribó a Retiro –adonde se sumaron más facinerosos– y prosiguió hasta las cercanías de Comodoro Py. Allí estaban el viejo pícaro y zorro, siempre con ases en la manga listos para pinchar y cantar retruco; las dos hermanas, una tan patagónica y la otra tan porteña, ambas tan bravas; aquel de figura y vozarrón imponentes, resguardando de la llovizna y bajo un abrazo a su pequeña mujer; el pibe siempre generoso y de labia arrolladora; la hormiguita silenciosa; la otra hormiguita, la guerrera y de risa cascabelera; el de corte “galimba”, con su humor genial y su palabra certera.
Una de las compañeras recordó que guardaba en su mochila un nylon gigante, y lo desplegó enseguida con la ayuda de otra, con la intención de marchar debajo del plástico y contrarrestar en parte los efectos del aguacero. El nylon no paraba de desplegarse, daba vueltas y se volaba por el viento, volvía a caer al suelo. “Un fiasco”, pensé y luego dije. Y enseguida debí morfar mis palabras: la segunda compañera peló una tijera y al instante confeccionó ponchitos de nylon. Otra vez, para todos y todas.
El cansancio y la mojadura aplacaban la angustia de no saber qué sucedería. “Confirmado, ya terminó. Sale a hablar en cualquier momento”, dijo el capo de lentes, y entrecruzamos miradas con surcos de agua en el balcón de los ojos.
Los ciento cincuenta que partimos de aquella esquina nos habíamos multiplicado por cientos de miles. A unos pocos metros, un grupo de cumpas cantaba contra la gorilada lejana, bailaba, se reía mucho, desafiaba a la lluvia y también a esta pesadilla liberal que tanto cuesta tragar.
“Muchas gracias por este regalo que me dan de bienvenida y de amor.”
Dijo allá lejos, como a una cuadra y media de donde nos encontrábamos. Una vez más su voz arrolladora, convincente, sus modos tan queribles de maestra ciruela, nos retornaban al centro de un fuego sagrado. Había vuelto, y habíamos vuelto, a importunar esa neblina de mansedumbre tan abrumadoramente individualista que todo lo cubre por estos días. Su voz es una faca bien afilada para propios y ajenos.
“…que seamos capaces de conformar un gran frente ciudadano. (…) Todos con una consigna. Preguntarles, preguntarles a todos y cada uno de los que se acerquen a ustedes: ¿cómo estabas antes del 10 de diciembre? (…). Ese frente ciudadano no tiene que preguntarle a nadie de qué partido viene o a quién votó, tiene que preguntarle: ¿cómo estabas?, ¿cómo estás?, y si querés estar mejor de lo que hoy estás.”
La extrañábamos, nos hacía falta. Hasta ese momento de claridad nos sobrevolaba algo parecido al desconcierto, pero luego de escuchar esa voz entre afónica y rotunda, el ring se desplegaba nuevamente ante nosotros, desafiante. Su voz nos hacía erguir, sacar pecho, ponernos en guardia sin condicionamientos.
Tratábamos de afinar el oído para que cada palabra, cada concepto, se nos internalizara bien. Desde otra columna lejana, un vocinglero entrometía su agudísima voz en el discurso de la conductora, adulándola, contestándole a sus consignas, amándola a la distancia. Lo hicimos callar una, dos, tres, mil veces. No había caso: el tipo estaba sacado.
“Lo que yo quiero volver a recuperar, para todos ustedes, y este tiene que ser el eje del frente ciudadano, es la libertad. Porque los argentinos estamos perdiendo la libertad. ¿A qué libertad me refiero?”
A la izquierda, un puesto de comidas. El humo de la parrilla empujaba a la llovizna hacia arriba y, como un pulpo intangible, introducía sus extremidades en nuestras narices. Cómo garpaba esa flor de hamburguesa con huevo, cuánto colesterol, belleza.
“Una de las cosas que nosotros como proyecto hicimos fue no solamente la igualdad, la igualdad te da libertad porque tenés trabajo y podés decidir lo que querés hacer, porque sos jubilado y te atienden y te dan remedios, porque podés decir lo que quieras frente a una cámara de televisión, frente a un medio, escribir. Lo que tenemos que recuperar, y el Gobierno tiene que garantizar, es la libertad de los argentinos, la libertad de poder expresarse sin censuras, la libertad de poder escuchar a todos.”
Sí, Cristina, nos quedó claro. Vos lo pedís, vamos a por ello.
“Libertad, libertad para volver a crecer, libertad para volver a trabajar, libertad para que cuando uno vaya a hacer una compra no sea una tortura. Libertad, en definitiva, para todos aquellos compatriotas que necesitan volver a creer que el Gobierno los cuida y no que los maltrata.”
--- o ---
“¡Le toqué la mano a mi conductora!”, me había dicho mi compañera de vida el lunes 11 de abril. Ese día, en Aeroparque, cientos se habían acercado a recibir el vuelo que, por unos días, la traía de regreso desde la Patagonia. El huracán sureño recién se estaba desperezando.
Mi compañera, junto a unos cuantos más de la joven guardia de Caballito, se había acercado hasta allí. Imposible arrimarse a la puerta de arribo en una avenida Costanera brotada de automóviles estacionados en cualquier parte.
“Yo estaba en el auto de Néstor, de golpe, se produjo una corrida, pensé lo peor, que nos venían a reprimir o algo así, cerré la puerta, puse el pestillo, pero bajé la ventanilla, y veo venir a un automóvil rodeado de gente, después no sé bien qué pasó, si salí del auto de Néstor o me quedé adentro, lo único que sé es que estiré mi cuerpo, estiré mi brazo, lo metí dentro de la ventanilla del coche que venía detrás y le toqué la mano a ella, no sabés, una mano tan suave, tan hermosa, y ella que se reía y les sonreía a todos, estaba como iluminada, y yo no supe qué decirle y me salió un ´te amo´ medio calamitoso, medio tembleque, pero bueno, fue lo que me salió en el momento.”
Quién se resiste a una caricia. La caricia, en cualquiera de sus formas, tiene un poder curativo y a la vez propulsor. Eso sí, hay que estar receptivo a la caricia y, cuando llega, disfrutarla. Pero luego nos tenemos que hacer cargo de ella, multiplicarla, aplicarla incluso en quienes tenemos pruritos para acariciar. Su voz –la de ella, que también fue una caricia– nos arrulló, pero también nos hizo un llamado a trabajar duro para empezar a correr los nubarrones.
“Gracias a todos y a todas. Los quiero mucho, los quiero mucho. Salió el sol. El sol siempre sale, aun cuando más nublado parezca, el sol siempre sale.”
En esa estamos, Jefa. En esa estamos.

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