miércoles, 22 de junio de 2011

De un lado o del otro






En la mayoría de los aspectos -sino en todos- la vida de los hombres está atravesada por elecciones. Se elige, aun siendo un gurrumín, entre gatear y comenzar a caminar. Se elige comer o no hacerlo. Se elige, más adelante, convivir en el seno de nuestro núcleo familiar, o rebelarse contra él o parte de él. Hay también elección en la emancipación, en la sexualidad, en la vocación y en los afectos que nos rodean. Y, en cierto modo, también existe elección en la tipología de hombre o mujer que más nos agrada tener a nuestro lado.
La elección está presente en la música que nos alegrará la vida y en la que apaciguará nuestras tormentas. Y en si abrimos un paquete de papas fritas o mejor nos cuidamos esta semana consumiendo más vegetales y frutas. Hay elección en tender una mano, o en pensar un poco más en nosotros porque no es el momento de afrontar un acto solidario.
Hay también elecciones colectivas: aquellas a las que arribamos a partir de ciertas concordancias con el otro, para alcanzar un objetivo favorable a todos. Y la lista sigue indefinidamente.
Claro que -no seremos tan idiotas de autoengañarnos- somos seres condicionados, tanto por factores inherentes a nuestras historias personales como por las circunsancias externas que nos rodean: una molesta bolsa de ingredientes que nos determina a la hora de adoptar una decisión. El filósofo, escritor, dramaturgo y muchas otras cosas más francés Jean-Paul Sartre (París, 1905-1980) dijo una vez: “Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él”. Aunque el mismo hombre consideraba que el ser humano está "condenado a ser libre", es decir, arrojado a la acción y responsable plenamente de la misma, y sin excusas.
En este contexto, y siendo partícipes más o menos activos de la construcción de una nación -su historia, sus aspectos culturales, sus aciertos, sus errores, sus revueltas populares, sus gobiernos-, pienso que todos arribamos, tarde o temprano, a un momento en nuestras vidas en que debemos elegir. Optar por caminos bien opuestos; elegir entre dos sendas, con diferencias a veces sutiles y otras muy pronunciadas, pero pefectamente identificables por el signo que las caracteriza, una frente a otra.
Por si hace falta decirlo, en esta hipótesis desplegada los grises también juegan un papel nuclear, en tanto pliegues cargados de tolerancia o bien de crítica que intenta aportar a la construcción social de una convivencia inclusiva. No obstante, empujo: existen ejes que sólo aceptan matices, pero no vacilaciones. O se está de un lado o se está del otro.
Todos los días comprobamos, como habitantes de una comunidad que integra una nación -en este caso, Argentina-, que la convivencia social está signada por la fragilidad. Partiendo de la premisa de que el hombre es esencialmente bueno -no tengo conocimiento de ningún bebé asesino, timador, malvado o estafador-, en el marco de esa fragilidad cada uno de nosotros adopta decisiones y conductas para que la quebrantable convivencia resulte la mejor posible: condenamos la pobreza cruel -patentizada cada día en las más crudas postales urbanas-; tratamos de brindar nuestra asistencia a aquella anciana que necesita subir al colectivo; nos alegramos porque, por fin, el asfalto ha llegado a nuestra calle; armamos una comisión en el barrio para exigir a nuestros gobernantes un tendido eléctrico o cloacal que mejore la calidad de vida de todos los vecinos; etcétera.



COMO NUNCA ANTES.
Así las cosas, y teniendo en cuenta que estamos atravesando una etapa de álgidos debates, en esta instancia viene mi pregunta: ¿Por qué una franja de población vacila o, lo que es peor, condena, medidas adoptadas a favor del bien común, todas ellas absolutamente comprobables y nunca antes adoptadas por gobiernos anteriores?
Vayamos recorriendo los tópicos que, a mi entender, deberían gozar de consenso sin cuestionamientos.
Mucho se ha avanzado en el terreno de los Derechos Humanos de 2003 a esta parte, condenando uno tras otro a jerarcas y subordinados militares que cometieron todo tipo de atrocidades durante la dictadura: desde torturas hasta fusilamientos, pasando por apropiación ilegal de niños y robos durante sus oscuros operativos. ¿Qué hay de condenable en la aplicación de justicia a estos delitos? A quienes exigen la misma mano dura que en otras épocas, ¿Qué les sucedería si un nefasto personaje armado les sustrajera a sus hijos del núcleo familiar, y los hiciera desaparecer en el aire para siempre, como por arte de magia? ¿Cuál es el error en el hecho de que se haga cumplir la Ley y la Justicia en relación con los crímenes de lesa humanidad? ¿Qué hay de malo en que el Estado juzgue y condene a quienes, ocupando en otros tiempos un rol dentro del Estado, levantaron reprimendas contra su propio pueblo, en lugar de protegerlo?
A un año de haberse implementado, la Asignación Universal por Hijo llega a 1.927.310 hogares distribuidos en todo el país, y cubre las necesidades (mínimas) de 3.684.441 niños. Una pequeña -pero invalorable- gota de aporte en la redistribución de la riqueza. Antes de este programa, el 62% de los niños de nuestro país (nuestro futuro político, científico y cultural) no estaba cubierto por planes sociales nacionales. A partir de este hito, se incrementó hasta un 40% la vacunación y se elevó un 40% la inscripción en el seguro médico estatal Plan Renacer. Y la matrícula escolar, se sabe, aumentó un 25%. ¿Cuál es la crítica a que nuestros niños sean tratados como lo que son, niños, y que reciban los mayores cuidados posibles? ¿Creen de verdad que la mayoría de la población beneficiaria de la Asignación Universal por Hijo gasta ese dinero en “juego y droga”? ¿No reflexionan que quizás ese dinero derive en alimentos, higiene, ropa, imprescindibles para el sano crecimiento de cualquier niño? ¿Por dónde pasa la crítica al hecho de que los más necesitados sean por fin tenidos en cuenta?
¿Por qué, en tiempos de inundaciones o catástrofes naturales, es tan fácil acercar ropa y alimento a quienes más lo necesitan, y en cambio se nos hace tan cuesta arriba tender -o dejar que el Estado tienda- una mano al boliviano, al peruano, al argentino en condiciones de extrema pobreza? ¿En dónde radica la diferencia? ¿En el morbo de presenciar cómo el río arrasa con las viviendas?
El traspaso de las jubilaciones a manos del Estado y la disolución del sistema de AFJP posibilitó que los fondos de todos los argentinos destinados a jubilaciones abandonaran la ruleta financiera -con sus consecuentes millonarias pérdidas- para pasar nuevamente a un sistema con respaldo estatal. De manera complementaria, el haber mínimo jubilatorio pasó de $ 150 en 2003 a cerca de $ 1.200 por estos días; y la Ley de Movilidad Jubilatoria (Nº 26.417), que entró en vigencia en 2009, pone en marcha incrementos anuales en las actuales jubilaciones. ¿Por qué estría podría llegar a ingresar una crítica a este conjunto de decisiones? ¿Realmente alguien querría presenciar la paulatina desaparición de sus fondos jubilatorios a manos de las AFJP?
Pasemos revista a la educación. En la actualidad, y en respuesta a lo que exige la Ley de Financiamiento Educativo, el 6,47% del PBI se destina a presupuesto educativo, de ciencia y tecnología. Cuando Néstor Kirchner arribó al gobierno se utilizaba el 2% del PBI en educación, y casi el 6% para pagar deuda. Hoy esa ecuación se invirtió: en 2010 se destinó el 6,47% del PBI a educación y sólo el 2% al pago de deuda. Aleatoriamente, se implementó la educación secundaria obligatoria, y se mejoró el piso salarial docente en un 402%. ¿No es necesario un pueblo educado? El argumento de los irreflexivos es: “Este gobierno necesita un pueblo ignorante para someterlo cada vez más”. Pero con estos número queda demostrada la feroz apuesta en la educación. Entonces, ¿por qué lado le entramos a la falacia de la necesidad de un pueblo ignorante?
Hablemos de fuentes de trabajo: entre 2003 y 2010 se crearon más de 2.400.000 puestos de trabajo formales. Lo que se patentiza día a día: las largas colas de búsqueda de empleo, postales heredadas del neoliberalismo de Menem y De la Rúa, resultan hoy mucho menos frecuentes que en 2001 y 2002. Además, la vuelta a la celebración de paritarias ha posibilitado a todos los asalariados sentarse cada año con sus empleadores en una misma mesa de discusión. ¿Acaso es poco? Por supuesto que debemos traccionar para ir por más, pero ¿es poco lo conseguido? ¿Acaso no cuenta la estabilidad laboral en nuestras vidas?
Habrá quien piensa: “Lo que tengo lo hice deslomándome cada día”, que equivale a decir: “No dependo de ningún político. Son todos chorros”. ¿De veras podemos continuar planteándonos nuestra participación en la vida civil en estos términos? ¿Por qué, de una vez por todas, no tomamos conciencia de que hasta el precio del tomate o de los huevos, o nuestras próximas vacaciones en Santa Teresita, están además determinados por políticas de gobierno, por decisiones políticas?
Ante estas demostraciones, que corroboran que se está transitando un camino que persigue la mejor convivencia posible -la convivencia que en su discurrir incluye al otro, que apela a cierta composición de desinterés y generosidad que tantas veces ha caracterizado a los argentinos-, cabe preguntarse también por qué los pensamientos de una buena parte de nuestra población fueron invadidos por afirmaciones basadas en argumentaciones falaces.
Señoras, señores, aprovechemos la ola para desertar, de una vez por todas, de la apatía y el analfabetismo político. El dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht (1898-1956) dejó escrito en uno de sus textos: “El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio del poroto, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales”.

DE COMO PONERSE A LABURAR.


Señoras, señores, según mi modesto entender, se acercan horas de plantarse. De una vereda o de otra. Se vienen tiempos de abandonar el desinterés teñido de rebelión canchera, que no hace otra cosa que dejar parado a sus tenedores en medio de una ciénaga ideológica: un territorio dominado por la idiotez.
Por un momento debemos plantearnos en qué territorio pretendemos permanecer: si en aquel que tiene en cuenta al prójimo o en aquel que simula tenerlo en cuenta, pero que cada vez lo desplaza más hacia la marginalidad.
Por una vez, y hasta el dolor, debemos esforzarnos en la reflexión. Transformar el polvo de las vacilaciones en la patente carnadura de una Latinoamérica pasional, viva, contradictoria, llena de colores. Una Latinoamérica que se asume tal como es, no extranjerizante, tendiente a la inclusión.
Porque a eso apuntaron los próceres que hoy honramos. Bolívar, San Martín, Artigas, O´Higgins, ¿fueron sólo figuritas en los manuales escolares? No: se trató de grandes hombres, a quienes hoy recordamos y veneramos por su potente ideario de una Latinoamérica funcionando en bloque. Si Manuel Belgrano estuviera vivo, ¿con quién creemos que se sentaría a tomar unos mates: con Evo Morales o con Mirtha Legrand?
Se vienen tiempos de poner en marcha el motor del análisis, de exterminar la desidia, de asfixiar el desinterés por cotejar informaciones, de dejar de comprar como pescado barato aquellos símbolos que tienen por única intención instalar, a través de la distorsión, el desgano de sentirnos argentinos. Ya estamos grandes, no podemos hacernos los giles durante tanto tiempo.

“El infierno de los vivos no es algo que será: existe ya aquí y es el que habitamos todos los días, el que formamos estando juntos. Dos formas hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y convertirse en parte de él hasta el punto de dejar de verlo ya. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio”. De “Las ciudades invisibles”, de Ítalo Calvino.