martes, 20 de julio de 2010

"¿Sabés que tenés razón?"

"El problema es con la familia o en el trabajo. Hace un mes estuve en un cumple familiar y la cantidad de estupideces que escuché hablar de la presi me hizo salir tres veces al balcón porque no aguantaba más. Las cosas que escuchaba.son muy anti, y creo que si me metía terminaba mal el cumple. Ojo, no me iba a agarrar a piñas, pero se va alzando la voz y le cagaste el cumple al nene. El tema es jodido.”
Este entrecomillado lo dejó un anónimo bajo el artículo que escribí, titulado “La valentía de entrar en debate”. Un entrecomillado muy jugoso como para que permanezca aislado en la pequeña lista de opiniones.
Es que grafica muy a las claras lo que nos sucede a todos, todo el tiempo, en los momentos en que nos proponemos defender con cierta hidalguía alguna de nuestras posiciones frente a los afectos más cercanos.
De algo estoy seguro: los argentinos en general nos encendemos con un fósforo ubicado a 10 metros. Y creo que de esa virtud a veces, defecto muchas otras, debemos sacar algún provecho. Justamente aquí juega de titular nuestra valentía para entrar en debate. Entrar en debate significa argumentar, y para argumentar debemos mantenernos medianamente informados respecto de lo que acontece en la vida política de nuestro país. ¿Por qué? Porque corremos con ventaja: muchas veces, quien tenemos enfrente esgrime argumentos absolutamente vacíos de información y contenidos; ergo, en esas situaciones nuestra argumentación -concisa, con datos, con puños llenos de verdades- debe enfrentarse a la más flaca ignorancia. Si apostamos -como apostamos los que somos más o menos del mismo palo- a pisotear con todos nuestros recursos a esa ignorancia favorecedora del statu qúo, el agua a favor de nuestro molino está asegurada. Y para ello no hace falta retar a duelo a ningún cuñado, ni agarrarse a las trompadas con nadie, ni cagarle el cumpleaños al nene. Insisto en la idea de que en estos casos debemos aferrarnos más a la sólida argumentación que a la discusión pasional: algunas veces -muy pocas, pero algunas- la vida nos puede sorprender, y entonces, frente a nuestra argumentación, aquel que parecía tener una esvástica tatuada en su corazón quizás nos dibuje una sonrisa con un “¿sabés que tenés razón?”

jueves, 15 de julio de 2010

La valentía de entrar en debate

Tomar partido no es fácil. Cada vez que una situación nos obliga a ello, se nos presenta como un dilema que nos pone en permanente estado de litigio. Con los demás, pero también -y fundamentalmente- con nosotros mismos.
Digo esto porque en los últimos años fuimos testigos de una sucesión de hechos de la que, creo, difícilmente habremos permanecido indiferentes: planteos que nos agarran de la nuca y nos golpean la cabeza contra las más variadas realidades, temible pared, fileteándonos profundas cicatrices. Pero hay algo que subyace a este escenario: nos cuesta mucho exhibir, orgullosos o avergonzados, nuestras armas para defendernos o atacar; nuestras heridas de guerra.
Algunas cuestiones circundantes nos habrán atravesado como un punzante estiletazo; otras habrán pasado un poco más desapercibidas, aunque seguro que no del todo. Argentina no es la misma; América latina tampoco.
Otros son los caminos que ha adoptado la política en el plano doméstico, y también en el continental. Otras fueron las formas de comunicación adoptadas, y también otros los modos de tomar las riendas en determinados temas. Hoy en día es común asistir a diálogos más francos y pasionales entre primeros mandatarios lationamericanos, ya sea para expresar desagravios o manifestar elogios.
Paraguay no es el mismo país. Ni Brasil. Ni Uruguay.
Argentina tampoco es el mismo país. Ya no somos, creo entrever, ese país desguasado durante los ´90.
Valdría la pena, sólo para condimentar con un pequeño ayudamemorias, citar algunos de los aspectos en los que indudable y objetivamente hemos ganado territorio:
-La política económica, favorecedora del desarrollo de una incipiente actividad industrial, y también de una reducción del desempleo.
-La puesta en marcha de la Asignación Universal por Hijo, que alcanza a 3,5 millones de pibes.
-La puesta en marcha y continuidad de juicios y castigos a aquellos genocidas que con su accionar arrancaron 30 mil vidas de la faz de la Tierra.
-La reciente aprobación de la iniciativa que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo.
-La defensa irrestricta del interés nacional y el abandono de la lógica de las relaciones carnales con Estados Unidos.
Estos y algunos más forman parte de cambios que, sin proponérselo, nos reclaman a gritos una fuerte intervención de cada uno de nosotros en el debate político: exhibir, orgullosos o avergonzados, nuestras armas para defendernos o atacar; nuestras heridas de guerra.
Claro que tomar partido es una decisión de riesgo. Riesgo de quedar pegados a la exposición, al ridículo, al desorden, a la controversia, al peligro de quedar parados en la otra vereda.
Cuesta sacarse el sayo que portamos desde hace decenas de años, y que lleva escrito en la espalda un letrero que dice: “Este país no cambia más”.
Sin embargo, el contexto histórico que estamos atravesando, este preciado y precioso quilombo en el que vivimos, nos está reclamando un giro. No se trata de una metamorfosis absoluta de nuestras ideologías y estructuras de pensamiento: nada de eso.
Es, simple y gráficamente, un leve volanteo de unos 45º, que no requiere mayores esfuerzos que el que pueda implicar poner en marcha nuestra capacidad de reflexión. Es zamarrear a aquel escondido filósofo que lucía más a flor de piel cuando éramos purretes, de modo de ponerlo todo en duda, zambullirse en la información y la reflexión, y extraer de ese pequeño gran océano alguna conclusión para esgrimir en el debate.
El licenciado en Filosofía Alejandro Rozitchner -alguien con quien pocas veces comulgo ideológicamente, pero en este caso sí- comenta en un artículo: “Uno vive creyendo que las cosas tendría que solucionarlas otro. Que el país tendría que ser de otro modo. Por ejemplo: todos los chicos argentinos tendrían que estar bien alimentados. ¡Qué barbaridad, no lo están! Nos quejamos o decepcionamos, y creemos que hemos hecho nuestro aporte. Pues no. Claro que tendrían que estar alimentados, el tema es quién va a ocuparse”.
“Horrorizarse frente a la política puede ser lindo, puede parecer noble, puede dar la ilusión de que uno es mejor que aquellos que critica. Pero si en los hechos uno no hace su aporte, no sirve. A las cosas hay que hacerlas.”Y concluye: “Hay que acercarse a la política. No hace falta entregarle la vida. La buena política no se hace matando o haciéndose matar, ni olvidándose de uno mismo en un sacrificio altruista. La buena política se hace queriendo al mundo, metiéndose en la realidad, buscando la satisfacción de aportar algo a una realidad que sabemos que se pone buena cuando mucha gente trabaja para mejorarla”.
Y agrego: acercarse a la política no significa afiliarse a un partido, asistir a todas sus marchas y comprar su discurso sin tachaduras ni enmiendas. Acercarse a la política quiere decir permitirse gritar lo que nos cuesta gritar, significa enojarnos si es que una opinión o planteo nos enoja, significa vociferar nuestra alegría ante hechos que relatan un crecimiento como comunidad en el contexto mundial: significa estar predispuestos al debate como en ningún otro momento de nuestras vidas pensábamos que íbamos a estar predispuestos.
¿Por qué no, por ejemplo, bajarse de aquel taxi manejado por un tachero que se manifiesta a favor de la Dictadura? ¿Por qué no animarnos a mandar un mail a la producción de Mirtha Legrand, para recordarle a la señora que de tanto en tanto se afeite sus pelos de gorila?
Al mismo tiempo, ¿por qué avergonzarnos de poner el grito en el cielo en una reunión familiar, ante aquel cuñado, tío o abuelo que se manifiesta convencido de que los 30 mil desaparecidos “algo habrán hecho”? ¿Qué es lo que tanto nos cuesta? ¿De qué nos avergonzamos? ¿Será porque “mejor no armar quilombo”? ¿Y por qué no armar quilombo?
¿Por qué no manifestarnos a favor o en contra de las políticas de este o aquel gobernante de turno? ¿Por qué no exigirle a la presidenta, a través de un mail, una carta o una vuvuzela, que se deje de joder con entregar nuestros recursos naturales a monopolios extranjeros? ¿Y por qué no felicitarla por sus históricas decisiones en otros planos?
Viene siendo tiempo de un mínimo gesto de valentía de nuestra parte. Viene siendo tiempo de hacernos responsables de nuestra argentinidad y de nuestro rol en tanto habitantes de este país.
Soy optimista en este sentido: muy primitivamente, estamos asistiendo al funeral de los dioses “Individualismo” y “Despolitización”, tan activos en momentos en que las ratas se adueñaron de los ´90. Pero esto recién empieza, y el camino por recorrer es infinito. Y nuestra pequeña valentía es nuestro mejor recurso para iniciarlo.