jueves, 19 de mayo de 2011

Por la mirada



“Esperaban encontrar también a un hombre en la casa y sólo había dos mujeres, pero la duda duró muy poco. Uno de los comandos había hallado en el doble fondo de un cajón la foto de Gerardo Gatti tendido en el camastro de Orletti. La tortura comenzó de inmediato. Asilú era golpeada en una habitación de la planta baja. Sara era demolida a puñetazos y patadas sobre la cama, en su dormitorio. A cada trompada Sara veía cómo se balanceaba el moisés de su hijo y trataba de sujetarlo para que no cayera al piso. Querían saber dónde estaban las armas; dónde estaba Mauricio y cuándo regresaría. Unos veinte minutos después cesaron los golpes y los insultos.

(…)

Escuchó a alguien decir algo sobre el `traslado´. Apretó a Simón con más fuerza y cerró los ojos. Gavazzo entró en la habitación.
-Mejor dejalo; adonde vas no podés llevarlo. Él va a estar bien, no te preocupés. Esta guerra no es contra los niños.
Sara no respondió. Hizo todo el tiempo que pudo, pero el tiempo se acabó. Unas manos se adelantaron intentando sacarle a Simón. Ella se aferró a él y tuvieron que golpearla para quitárselo. Fue la última vez que Sara y Simón se abrazaron, se besaron.”

Extracto del libro “Sara – Buscando a Simón”, de Carlos Amorim, que recoge en orden cronológico el itinerario de Sara en la búsqueda de su hijo.
Tras su exilio político en Argentina, la uruguaya Sara estuvo detenida en el infierno conocido en Buenos Aires como “Automotores Orletti”. Desde allí fue devuelta clandestinamente a Uruguay, junto con otros 30 compatriotas, en la mayor operación de intoxicación informativa montada por las dictaduras militares de ambas orillas. Su hijo Simón, nacido en ese contexto, le fue secuestrado cuando apenas era un bebé de 20 días. Ojalá este pequeño grano de arena sea leído por algunos legisladores uruguayos -militantes de izquierda y conocedores del tema mucho más que quien escribe- para que hagan lo que deban hacer, en estos días de profundo debate sobre el pasado y la construcción de un presente con justicia. Si alguno de ustedes, queridos legisladores uruguayos, está en duda sobre lo que deben hacer, observen una foto de Sara, observen su pacífica mirada, la mirada de una madre que después de un cuarto de siglo se reencontró con su primer calor, y podrán entrever una respuesta.

miércoles, 4 de mayo de 2011

CrisPasión con Simón




Suena el despertador: siete en punto. Uuuy un ratito más. Me enrosco en la frazada como puedo, y me quedo. Salto como si tuviera brasas en la espalda. Pensé que me había quedado dormido: por suerte, no. Son las siete y veinte. Cuesta despegar los párpados, sobre todo si tienen lagañas de toda la noche. No hago demasiado esfuerzo. Casi sonámbulo, me voy a la cocina y cargo la cafetera exprés con un granulado marrón: espero que sea café.
Prendo el calefón para el baño nuestro de cada día. Diez minutos, rapidito. Me envuelvo en la primera toalla que manoteo.
Pienso por qué cuernos tengo tanto sueño. Me retrotraigo a las siete de la tarde del día anterior, hora en que normalmente llego a casa. En qué lio te has metido, pienso. Me acuerdo cómo mi hijo Simón, de 10 cortos y enérgicos meses, me tuvo a las corridas apenas pisé mi casita. Lo tomo de las dos manitos y lo ayudo a caminar, porque tiene ganas de ir a ver cómo gira el lavarropas, pero enseguida se aburre y me conduce hasta la pileta del baño y quiere que le moje las manitos porque parece que le gusta el agua, pero se aburre enseguida y quiere que lo conduzca hasta su cuna, porque le gusta revolcarse con su oso Camilo, pero a los cinco minutos llora como una hiena y le digo esperá Simón, pero Simón no espera y me aturde, entonces le hago upa y el pibe-ni-una-lágrima-más ahora quiere bajarse y gatear y va directo a la mesa de la televisión y yo voy corriendo detrás para evitar que los cinco minutos siguientes se traduzcan en tortilla de Simón.
Llega la hora del baño -de Simón, no del mío-, y con mi hermosa compañera de ruta de vida aprontamos todo. Lo bañamos y le hacemos morisquetas. Y también pequeñas obras de teatro recién inventadas, cuyos protagonistas son el pato de hule y el hipopótamo-termómetro, ese que sirve para medir la temperatura del agua.
Luego del baño viene la cena -la de Simón, no la nuestra-. Avioncito, toc toc déjeme entrar, qué papa más rica, Manuelita la tortuga, central de Fukushima, el oso Camilo también come como vos, misiles, torpedos, pelota al ángulo: pocas cosas lo convencen de que tiene que abrir la boca y engullir. En qué lío te metiste, Maxi.
Vuelvo a este momento, a después del baño -el mío, no el de Simón-. Ya estoy un poco más despabilado, y pienso en que para los próximos meses deberíamos canalizar algo de nuestra energía -la de mi esposa y la mía- hacia alguna forma de participación popular. Pienso en los huevos de Cristina Fernández, y también en los errores de gestión: “Pucha, qué bueno esto, y esto otro. Y puta madre, cómo le pifiaron en esto. Pero a Cristina no le podemos endilgar que no labura. Labura, y porque lo hace, acierta y se equivoca”. En todo eso pensaba, y mientras me secaba los espacios entre los dedos de los pies, escuché una risita que venía desde la cuna. Adiós, adiós pensamientos; se me entremezclan: “La mamadera… hay que preparar la mamadera de Cristina… No, gil… qué lindo poder pensar en un proyecto Simón nacional… Simoncito, mi dulce Simoncito. Y la Asignación Universal por Hijo, y la cuestión distributiva, pero hay que seguir profundizando, todavía hay muchas urgencias uy se habrá meado, hay que cambiar ese pañal… Ojalá ganemos… ojalá no se haya meado mucho…”. En qué lío nos hemos metido, pienso otra vez. Me acerco a la cuna, y un sol recostado me sonríe, con los ojos abiertos aunque hinchados por el sueño reciente. “En qué hermoso lío nos hemos metido”, pienso.

La república de iguales



Esa noche Dios Momo abandonó su trono. Y le clavó al niño una sonrisa que quizás le dure hasta hoy. La historia a la que me refiero le sucedió a
-¡Tincho!, ¡Tincho! ¡Andá a lavarte las manos que está la comida, querés! ¡Dale que falta poco para que lleguen!- dijo la madre.
Por ese entonces, Tincho tenía cuatro años, y vivía en una casita de una villa de emergencia cuyo nombre no recuerdo, allá por Moreno.
Pelopincho, ojos de carbón, pantalón cortito, piernas de escarbadientes, Tincho se sentía contento por anticipado. No sabía demasiado bien qué sucedería, pero la alegría lo atravesaba de pies a cabeza.
Era una de esas tardes de febrero en que la canícula se tornaba insoportable. En el terreno baldío que daba frente a la casa de Tincho, algunos vecinos de la villa ultimaban los detalles para el festival que acontecería en las próximas horas: un tablón inmenso sobre tres caballetes serviría de mostrador para vender pastafrolas, choripanes y cocas; dos postes de luz desvencijados resultaron ideales para colgar unos banderines que, aunque descoloridos, conferían al terreno cierto aire de club social y deportivo. Una pena: lucecitas de colores no había. La guita de la comisión organizadora no daba para tanto. Aunque sí consiguieron un par de parlantes grandes para el sonido y la música.
Allá, algunos pibes jugaban al carnaval, y de trinchera a trinchera se tiraban agua con recipientes multiformes: desde vasos y botellas plásticas cortadas al medio hasta baldes y palanganas. Un poco apartado de los vecinos, un morocho peinado a la gomina, cincuentón y elegante, engolaba la voz y practicaba:
-¡Noche de carnaval! ¡Alegría para grandes y chicos!... No, no me gusta… ¡En esta noche de carnaval, con ustedes…!
Tinchito estaba exultante. Si bien se trataba de un festival modesto y a puro corazón, en el barrio estas cosas sucedían cada muerte de obispo. Actuaría una cuadrilla de tambores, una murga -“Tirados a la Marchanta”- y “El Culebrón Timbal”, un grupo de músicos de Moreno que aún hoy se moviliza en un precioso vejestorio (un colectivo Mercedes Benz de los ´70 todo pinturrajeado y con tres muñecos cabezudos sobre el parabrisas).
Con sus cuatro cortos años, Tincho poco o nada se imaginaba acerca de lo que era una murga, o un toque de tambores. Había que esperar un poquito, sólo eso (una espera parecida a la de la Noche de Reyes), y la magia llegaría.
Como era nuestra costumbre (y la de los murgueros en general) llegamos en un micro escolar alquilado, de los naranjas. Apenas arribamos empezamos a descargar nuestros petates (bombos con platillo, cabezudos, banderas, redoblantes). En eso estaba yo, intentando, con cierta dificultad, bajar un bombo por la estrecha escalera del ómnibus, cuando se asomaron una cabecita negra y unos dientes blanquísimos con paletas rotas:
-¿Cómo te llamas?- le dije.
-Tincho- me contestó, y salió corriendo, lleno de vergüenza.
Los que primero actuaron fueron los del grupo de percusión, quienes comenzaron a salpimentar la calurosa tarde con sus toques tribales. A ellos siguieron los de “El Culebrón Timbal”.
A eso de las 19, nuestra murga comenzó a formar filas y a prepararse para su presentación. Éramos alrededor de 50 tipos vestidos con elegantes levitas verdes y violetas, de rostros prolijamente pintados y una polenta que metía miedo. ¡Vamos, eh, vamos que es la nuestra!”, nos dábamos aliento.
El desfile estaba resultando impecable. Ya en el centro del terreno baldío, el vecindario estalló en aplausos de recibimiento. Tomé el micrófono, y mientras presentaba a “¡Tirados a la Marchanta, la máquina del Carnaval!”, fijé la mirada en aquellos ojos negros que habían salido rajando cuando bajé del micro.
Tincho se reía despacito aunque de manera visible; aplaudía y movía los pies como queriendo largarse a bailar, pero su gran vergüenza se lo impedía.
Luego vinieron las canciones de presentación, crítica y retirada. La tarde se encendía de aplausos y voces desentonadas y desencajadas; la magia quería enhebrarse en el aire, pero aún no lo conseguía.

Están invitados a nuestra fiesta
todos los que usted quiera, aquí sobra lugar.
No nos importa cuánta garra hay que ponerle,
lo que nos interesa es vivir el Carnaval

Cantábamos.
Hasta que llegó la ronda de matanza. Para quienes desconocen el tema, la matanza es ese particular momento en que los murgueros demuestran sus habilidades para el baile, tierra, patada, latiguillo y tres saltos bien arriba, como una tribu que hace todo lo posible por caerle bien a su dios a través de una danza ritual.
En el horizonte, una bola roja se iba consumiendo poco a poco, desparramando jirones de sangre sobre los techos de chapa. Se venía la noche, y con ella, un problema: cada vez veíamos menos al murguero que bailaba a nuestro lado, y mucho menos al público. En lo que a mí respecta, sólo veía, a lo lejos, los ojos de Tincho, ahora bracitas encendidas.
Entonces sobrevino una brillante idea. Uno de los chicos de “El Culebrón” acercó el colectivo a pocos metros de donde estábamos bailando, y encendió las luces. Otro vecino trajo su renoleta y también encendió sus luces; otro vino su Torino todo descangallado: en pocos minutos, la pista de baile ritual que era el terreno baldío quedó iluminada desde los bordes hacia el centro.
Entonces sí, dentro del círculo de luz sobrevino la magia. Una extraña e intensa energía atravesó los cuerpos de los murgueros, quienes comenzamos a bailar de manera desenfrenada al ritmo de los bombos con platillo. Tierra, patada, latiguillo y tres saltos, nos desentendimos de cualquier indicio de agotamiento físico.
En ese territorio dominado por el frenesí, fijé aún más mi vista en Tincho. Un piecito tras otro, Tincho caminó hacia el centro de la pista y se animó al tierra, patada, latiguillo. Estaba irreconocible: parecía como si de un solo movimiento se hubiera despojado de toda su vergüenza. Tierra, patada, latiguillo, sus zapatillas desparramaban polvo para todos lados; cada vez más fuerte, cada vez más intenso, tierra patada y latiguillo. Yo lo observaba sorprendido, y en ese momento al mocoso se le dio por dar los tres saltos al compás de los tres golpes de bombo. Dio el primero, y se elevó por encima de mi cintura; luego el segundo, y sus pies casi rasguñaron mi cabeza. Con el tercero, Tincho se elevó más y más, lentamente, como si volara, la cara llena de alegría y sonrisas, de carnaval y pasión. Siguió ascendiendo arriba y más arriba todavía.
Ahora me parece que nadie lo ve, sólo yo. Una mano gigante sale de entre un puñado de estrellas y ataja a Tincho; en la oscuridad asoma una cara risueña, regordeta y de ojos achinados, como esas que simbolizan al teatro. El dios de la carota gigante acerca la mano a su boca y besa la cabecita de Tincho. Un fuentón blanco, la luna, platea la cara del mocoso. La mano desciende, y Tincho pisa nuevamente la tierra, con una sonrisa que da vuelta dos veces el perímetro de su cabeza.
Ha pasado ya tiempo desde aquel mágico día, y nunca supe nada más de Tincho. Pero de algo estoy seguro: nuevamente, el carnaval había cumplido su oculto cometido de erigirse en un atajo hacia la alegría.
Una vez más, Dios Momo había hecho todo lo posible por transformar al Carnaval en una indiscutible república de iguales.