miércoles, 4 de mayo de 2011

La república de iguales



Esa noche Dios Momo abandonó su trono. Y le clavó al niño una sonrisa que quizás le dure hasta hoy. La historia a la que me refiero le sucedió a
-¡Tincho!, ¡Tincho! ¡Andá a lavarte las manos que está la comida, querés! ¡Dale que falta poco para que lleguen!- dijo la madre.
Por ese entonces, Tincho tenía cuatro años, y vivía en una casita de una villa de emergencia cuyo nombre no recuerdo, allá por Moreno.
Pelopincho, ojos de carbón, pantalón cortito, piernas de escarbadientes, Tincho se sentía contento por anticipado. No sabía demasiado bien qué sucedería, pero la alegría lo atravesaba de pies a cabeza.
Era una de esas tardes de febrero en que la canícula se tornaba insoportable. En el terreno baldío que daba frente a la casa de Tincho, algunos vecinos de la villa ultimaban los detalles para el festival que acontecería en las próximas horas: un tablón inmenso sobre tres caballetes serviría de mostrador para vender pastafrolas, choripanes y cocas; dos postes de luz desvencijados resultaron ideales para colgar unos banderines que, aunque descoloridos, conferían al terreno cierto aire de club social y deportivo. Una pena: lucecitas de colores no había. La guita de la comisión organizadora no daba para tanto. Aunque sí consiguieron un par de parlantes grandes para el sonido y la música.
Allá, algunos pibes jugaban al carnaval, y de trinchera a trinchera se tiraban agua con recipientes multiformes: desde vasos y botellas plásticas cortadas al medio hasta baldes y palanganas. Un poco apartado de los vecinos, un morocho peinado a la gomina, cincuentón y elegante, engolaba la voz y practicaba:
-¡Noche de carnaval! ¡Alegría para grandes y chicos!... No, no me gusta… ¡En esta noche de carnaval, con ustedes…!
Tinchito estaba exultante. Si bien se trataba de un festival modesto y a puro corazón, en el barrio estas cosas sucedían cada muerte de obispo. Actuaría una cuadrilla de tambores, una murga -“Tirados a la Marchanta”- y “El Culebrón Timbal”, un grupo de músicos de Moreno que aún hoy se moviliza en un precioso vejestorio (un colectivo Mercedes Benz de los ´70 todo pinturrajeado y con tres muñecos cabezudos sobre el parabrisas).
Con sus cuatro cortos años, Tincho poco o nada se imaginaba acerca de lo que era una murga, o un toque de tambores. Había que esperar un poquito, sólo eso (una espera parecida a la de la Noche de Reyes), y la magia llegaría.
Como era nuestra costumbre (y la de los murgueros en general) llegamos en un micro escolar alquilado, de los naranjas. Apenas arribamos empezamos a descargar nuestros petates (bombos con platillo, cabezudos, banderas, redoblantes). En eso estaba yo, intentando, con cierta dificultad, bajar un bombo por la estrecha escalera del ómnibus, cuando se asomaron una cabecita negra y unos dientes blanquísimos con paletas rotas:
-¿Cómo te llamas?- le dije.
-Tincho- me contestó, y salió corriendo, lleno de vergüenza.
Los que primero actuaron fueron los del grupo de percusión, quienes comenzaron a salpimentar la calurosa tarde con sus toques tribales. A ellos siguieron los de “El Culebrón Timbal”.
A eso de las 19, nuestra murga comenzó a formar filas y a prepararse para su presentación. Éramos alrededor de 50 tipos vestidos con elegantes levitas verdes y violetas, de rostros prolijamente pintados y una polenta que metía miedo. ¡Vamos, eh, vamos que es la nuestra!”, nos dábamos aliento.
El desfile estaba resultando impecable. Ya en el centro del terreno baldío, el vecindario estalló en aplausos de recibimiento. Tomé el micrófono, y mientras presentaba a “¡Tirados a la Marchanta, la máquina del Carnaval!”, fijé la mirada en aquellos ojos negros que habían salido rajando cuando bajé del micro.
Tincho se reía despacito aunque de manera visible; aplaudía y movía los pies como queriendo largarse a bailar, pero su gran vergüenza se lo impedía.
Luego vinieron las canciones de presentación, crítica y retirada. La tarde se encendía de aplausos y voces desentonadas y desencajadas; la magia quería enhebrarse en el aire, pero aún no lo conseguía.

Están invitados a nuestra fiesta
todos los que usted quiera, aquí sobra lugar.
No nos importa cuánta garra hay que ponerle,
lo que nos interesa es vivir el Carnaval

Cantábamos.
Hasta que llegó la ronda de matanza. Para quienes desconocen el tema, la matanza es ese particular momento en que los murgueros demuestran sus habilidades para el baile, tierra, patada, latiguillo y tres saltos bien arriba, como una tribu que hace todo lo posible por caerle bien a su dios a través de una danza ritual.
En el horizonte, una bola roja se iba consumiendo poco a poco, desparramando jirones de sangre sobre los techos de chapa. Se venía la noche, y con ella, un problema: cada vez veíamos menos al murguero que bailaba a nuestro lado, y mucho menos al público. En lo que a mí respecta, sólo veía, a lo lejos, los ojos de Tincho, ahora bracitas encendidas.
Entonces sobrevino una brillante idea. Uno de los chicos de “El Culebrón” acercó el colectivo a pocos metros de donde estábamos bailando, y encendió las luces. Otro vecino trajo su renoleta y también encendió sus luces; otro vino su Torino todo descangallado: en pocos minutos, la pista de baile ritual que era el terreno baldío quedó iluminada desde los bordes hacia el centro.
Entonces sí, dentro del círculo de luz sobrevino la magia. Una extraña e intensa energía atravesó los cuerpos de los murgueros, quienes comenzamos a bailar de manera desenfrenada al ritmo de los bombos con platillo. Tierra, patada, latiguillo y tres saltos, nos desentendimos de cualquier indicio de agotamiento físico.
En ese territorio dominado por el frenesí, fijé aún más mi vista en Tincho. Un piecito tras otro, Tincho caminó hacia el centro de la pista y se animó al tierra, patada, latiguillo. Estaba irreconocible: parecía como si de un solo movimiento se hubiera despojado de toda su vergüenza. Tierra, patada, latiguillo, sus zapatillas desparramaban polvo para todos lados; cada vez más fuerte, cada vez más intenso, tierra patada y latiguillo. Yo lo observaba sorprendido, y en ese momento al mocoso se le dio por dar los tres saltos al compás de los tres golpes de bombo. Dio el primero, y se elevó por encima de mi cintura; luego el segundo, y sus pies casi rasguñaron mi cabeza. Con el tercero, Tincho se elevó más y más, lentamente, como si volara, la cara llena de alegría y sonrisas, de carnaval y pasión. Siguió ascendiendo arriba y más arriba todavía.
Ahora me parece que nadie lo ve, sólo yo. Una mano gigante sale de entre un puñado de estrellas y ataja a Tincho; en la oscuridad asoma una cara risueña, regordeta y de ojos achinados, como esas que simbolizan al teatro. El dios de la carota gigante acerca la mano a su boca y besa la cabecita de Tincho. Un fuentón blanco, la luna, platea la cara del mocoso. La mano desciende, y Tincho pisa nuevamente la tierra, con una sonrisa que da vuelta dos veces el perímetro de su cabeza.
Ha pasado ya tiempo desde aquel mágico día, y nunca supe nada más de Tincho. Pero de algo estoy seguro: nuevamente, el carnaval había cumplido su oculto cometido de erigirse en un atajo hacia la alegría.
Una vez más, Dios Momo había hecho todo lo posible por transformar al Carnaval en una indiscutible república de iguales.

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