martes, 9 de noviembre de 2010

Tu puta muerte


30 de octubre
Se me aparece tu imagen apiltrafada y no puedo evitar llorar. Cada día, desde hace tres, me sucede lo mismo. Me despierto a eso de las ocho, ocho y treinta, y pienso: “¿Habrás resucitado?”
Y la realidad me contesta siempre otra cosa: no, querido, ahí está la puta noticia, el cajón, tu esposa estoica, el desfile incesante de nuestros morochos -sí, Néstor, eso lograste además: que los morochos de Eva y Juan Domingo fueran ahora no sólo tuyos y de Cristina, sino también de muchos de nosotros-. Y más, el desfile incesante de clases que lograste incorporar a este proyecto, a través de esa otra mirada de país que nos supiste impregnar.
Vaya si tenías otra mirada. Pienso en la utilidad que le dabas a esos ojos de pez: con uno fichabas la negociación, hábil animal político; y con el otro repasabas de abajo hacia arriba la realidad nacional, tratando, a los trompazos, de practicar al máximo esa inclusión social que tanto te preocupaba.
¡Ay, Néstor! Si te levantaras de ese cajón de mierda, cómo me gustaría cagarte a trompadas, pararme en un mano a mano frente a vos y decirte: “Imbécil, ¿no te das cuenta que así como estabas no podías encarar un Luna Park, un Ferro?, ¿qué querés, matarte solito? ¿Pensaste en nosotros, en tu esposa, en tus hijos?”. Y lo peor de todo es que sí pensabas, por eso llegaste adonde llegaste.
Y pienso yo: ¿cómo, estúpidos nosotros también, nunca te advertimos de que semejante vértigo acercaba cada vez más a la Parca a los pies de tu cama?, ¿por qué no te fui a esperar a la puerta de tu edificio, o por qué ni siquiera te mandé un e-mail para putearte?
Ay, Néstor, compañero Néstor, querido amigo Néstor, que me reprocho no haberte conocido en persona. Cercano Néstor, de carne y hueso, no como el General, tan distante de mí y encima tan General (a él lo hubiera tratado de usted).

Más acá
El mismo día de tu partida rajamos en familia a la plaza, temprano, tipo tres de la tarde, no vaya a ser que después se nos complicara para volver a casa. Allí estábamos mi amor y compañera de vida, y mi hijo de tiernos cinco meses, con dos cartelitos para pegar en las vallas frente a la Casa Rosada. Y un puñado de lágrimas y otro de bronca y otro más de desasosiego: y bueno, sí, no llevamos ramos de flores.
Primero eras un muerto más, poquita gente, vuelo cerrado de palomas, cielo peronista hermoso y algunos cartelitos. Pero en breve, muy en breve, la gente se multiplicó, salió de abajo del piso, de dentro de las estatuas, caía del cielo, venía de mar adentro. Y luego fuiste más que Sanca, que el Gauchito ese que no me animo a nombrar por las dudas. La serpiente -hecha de hombres y mujeres; de tristeza profunda; de desamparo y de alegría y de confianza mutua y de solidaridad- reptó dos días con sus noches cerca de tu cajón, creyendo de manera inconsciente y equivocada que te levantarías y acabarías con esa pesada broma. Cada tanto, del cuello del animal se estiraba una boquita de donde salía un grito desgarrado, una voz esperanzada, un consuelo cariñoso obsequiado a ella, la Dulcinea de esta historia. Porque vos eras bastante un Quijote, Néstor.
Kirchner, si habrás sido vasco o de ascendencia vasca. Ni quiero ponerme a averiguar si es así: sólo lo intuyo por tu testarudez, tu afán indomable para echar en la mesa las cartas que nadie quiere ver, por empujarnos a la cancha política aunque nosotros, tu gente, venimos de no tener muchas ganas de.
¿Qué hacemos, Néstor, qué hacemos con esta muerte?
¿Qué hacemos con esa energía, cómo la modelamos para dejarla a los pies de tu esposa?
¿Qué hará el pibe Bauer, aquel que te cantó el Avemaría?
¿O el otro tipo del campo, ese que dijo algo así como que ni durante tu gobierno ni durante el actual de Cristina los agropecuarios remataron una puta hectárea, y frente a cuyo relato Cristina se quebró tan quebrada?
¿Y qué hará esa pareja de homosexuales que te agradeció su amorosa unión en matrimonio?
En suma, ¿qué vamos a hacer con ese protagonismo efímero con el que te quisimos sacudir, despertar de la muerte?
Si hasta los ateos y agnósticos más recalcitrantes que integran tus filas querían convencerse a sí mismos, ese día, de que los seguías guiando desde algún cielo.
Yo, en cambio, no sé… Ojalá que se pueda, qué se yo… Mi pena es grande y sigue abierta, en carne viva. Intento convencerme de que ahora los del palo más o menos nuestro están más unidos que nunca, pero tu falta me sigue alentando un sabor amargo.
¿Podrá Cristina?, ¿podrá Argentina?, ¿podremos nosotros?, ¿podré yo? Carajo con tanta incertidumbre frente a tu puta muerte.